martes, 2 de agosto de 2011

CINCO IDEAS FALSAS SOBRE LA INMIGRACIÓN de Antonio Martínez

CINCO IDEAS FALSAS SOBRE LA INMIGRACIÓN

de Antonio Martínez, el jueves, 28 de julio de 2011 a las 1:10
CINCO IDEAS FALSAS SOBRE LA INMIGRACIÓN EN ESPAÑA
SAMI NAÏR

Falsos conocimientos y prejuicios verdaderos hacen de la inmigración un chivo expiatorio ideal. Cinco ideas falaces sirven de acta de acusación.
1. España está amenazada por una 'invasión' migratoria. Este temor se basa en un doble supuesto: el de la existencia de una ciencia capaz de medir la presión migratoria y, por lo tanto, demostrar que un determinado país sufre la amenaza de una invasión y el de la interpretación de las cifras que confirmarían esta obsesión.
Sin embargo, ninguna ciencia reconocida es hoy capaz de medir la 'presión' migratoria que pudiera ejercerse sobre un determinado país rico. Las cifras de la inmigración reflejan ante todo la política migratoria del Estado de acogida. En el caso de España, siguen estando a todas luces muy alejadas de todo aquello que pueda parecerse a una invasión: la población extranjera regularmente establecida se eleva a alrededor de un millón de personas (si tomamos en cuenta la operación de regularización del año 2000, que está terminándose), lo que equivale al 2,5% de la población total (frente al 4% de la Unión Europea). Así pues, España está muy por debajo de la media de la Unión Europea.
Las solicitudes de asilo, tras alcanzar un pico entre 1992 y 1995, se han estabilizado en unas 5.000 anuales (el 96% de dichas solicitudes es rechazado). Es verdad que la última operación de regularización ha permitido medir a una parte de la inmigración ilegal: 245.000 solicitudes han sido cursadas y 150.000 aceptadas. Pero muchos de estos extranjeros ya habían sido titulares de un permiso de trabajo. Por lo tanto, estas personas no son nuevos emigrantes, sino extranjeros reintroducidos en las estadísticas nacionales por la regularización.
Más significativo todavía: resulta imposible decir cuál sería la importancia de la inmigración en un contexto de fronteras abiertas. Sólo la observación de lo que ha ocurrido en países con gran experiencia en inmigración, como Francia, permite formular hipótesis. La apertura de las fronteras a la emigración laboral parece influir más en la forma que toman las migraciones que en su importancia cuantitativa. Antes de 1975, las migraciones hacia Francia eran a menudo migraciones de alternancia en las que los miembros de una misma familia se relevaban en el país de acogida. Esta movilidad se detuvo con el cierre de la fronteras a la emigración laboral. A partir de esa época, se desarrolló la emigración familiar (por definición, dirigida a instalarse de forma definitiva en el país de acogida).
Así pues, a juzgar por estos ejemplos, sólo se puede afirmar que la apertura de las fronteras engendra la rotación probable de los flujos migratorios, mientras que el cierre provoca seguramente el agrupamiento familiar. Éste se produciría al cuadrado, es decir, que sería proporcional al número de solicitantes legalmente establecidos. Por tanto, estaría controlado.
2. La inmigración entra en competencia con la mano de obra nacional y ejerce una presión a la baja sobre los salarios. Pero basta con aplicar esta afirmación a la estructura global de los asalariados para medir su falsedad. A menudo poco cualificados, disponibles para trabajos que ya no quieren realizar los ciudadanos del país de acogida, los inmigrantes aceptan, a falta de leyes protectoras, lo que les proponen los patronos. Su situación es similar a la de las demás categorías de trabajadores precarios: mujeres, jóvenes y trabajadores no cualificados.
El salario medio de las mujeres españolas es inferior en alrededor del 30% al salario de los hombres: ¡también se las podría acusar de hacer bajar los salarios! Por otro lado, nadie se extraña del importante desfase que puede existir entre el salario de un directivo y el de un empleado o un obrero...
En realidad, el responsable del aumento de estas desigualdades y de la tendencia a la baja de los salarios es el movimiento de liberalización económica en marcha desde mediados de los años ochenta. La globalización financiera favorece un reparto de la riqueza que beneficia al capital y a los asalariados -poco numerosos- que influyen directamente en las decisiones que afectan al capital (directores generales, ejecutivos, etc.). En cambio, sin una ley protectora (fijación de un salario mínimo), sin la intervención del Estado, este reparto tiende a ser desfavorable para los asalariados en la parte baja de la escala. Por lo tanto, los inmigrantes no son en modo alguno responsables del descenso de los salarios. Al contrario, son las primeras víctimas. Porque no tienen más remedio que integrarse en una estructura de salarios de por sí muy poco igualitaria.
3. Los inmigrantes se benefician indebidamente de las leyes sociales favorables. No hay nada más falso. Los inmigrantes que trabajan legalmente en España cotizan a los sistemas de Seguridad Social y de pensiones. El hecho de que perciban los derechos vinculados a estas cotizaciones es simplemente de justicia, ¡al menos si se acepta la idea de que España es un Estado de derecho que rechaza la esclavitud!
Por otro lado, resulta evidente que su contribución al sistema de pensiones favorece ante todo a los españoles y supone una ayuda decisiva para el mantenimiento de las mismas. Aquí, la aportación de los inmigrantes es un beneficio absoluto para España. En efecto, la contribución de las nuevas generaciones a la jubilación de las anteriores se ve compensada por el hecho de que estas últimas han cotizado para la formación, la educación y el nivel de vida de las jóvenes generaciones. Pero los inmigrantes vienen del extranjero, ya son adultos y el coste de su educación ha sido soportado enteramente por su país de origen, por muy pobre que sea. Representan, por lo tanto, un beneficio neto para el contribuyente español y una pérdida completa para el país de origen.
No es casualidad que el debate actual sobre la jubilación en Europa también gire alrededor de la cuestión de saber si hay que 'importar' o no trabajadores extranjeros para cubrir la tendencia a la baja del crecimiento demográfico y, de esta manera, mantener un ni
vel de vida decente de cara a la jubilación. Lo que es muy probable es que Europa necesite hacer venir a decenas de millones de trabajadores jóvenes para hacer frente a este desafío. Ningún responsable político serio se atreverá a creer que en Europa los fondos privados de pensiones y el ahorro salarial pueden sustituir, de forma significativa, a la jubilación por reparto.
Por último, es cierto que los inmigrantes que trabajan en la clandestinidad no cotizan, pero tampoco disfrutan de protección social. No están en modo alguno a cargo de la sociedad, lo que, por otro lado, es un insulto para el respeto mínimo de los derechos humanos. Conocemos la situación dramática de los trabajadores clandestinos del sur de España: les es casi imposible disponer de un techo, y en cuanto a solicitar tratamiento, se arriesgan a ser expulsados. Ni siquiera se benefician del derecho de 'asistencia a la persona en peligro'. Es una situación escandalosa. El que los inmigrantes sobreexplotados y mantenidos conscientemente en la ilegalidad ni siquiera tengan el derecho a manifestarse, a hacer huelga, sitúa a España, con su Ley de Extranjería, muy por detrás de los demás países europeos en materia del respeto de los derechos.
4. La riqueza de España provoca un 'efecto de llamada' en los países pobres. No es tanto el desarrollo de España como la importancia de su sector informal lo que provoca este efecto, aunque exista realmente. Evitar la complejidad de los trámites administrativos, esquivar un eventual rechazo, saber que se puede, con toda seguridad, encontrar un trabajo aunque sea con unas condiciones espantosas, éste es el efecto de llamada más poderoso que pueda existir. Al final de todo ello está la esperanza de integrarse en la sociedad española en unas condiciones mejores, o sencillamente ganar el dinero suficiente para regresar a su país al final de su estancia.
Existen pocos datos a este respecto, pero a comienzos de los años noventa se calculaba que dos tercios de los inmigrantes procedentes del Tercer Mundo trabajaban en la economía sumergida. El sector informal alimenta la clandestinidad, los fantasmas sobre la inmigración y, al final de la cadena, fomenta el racismo. Para aclarar la relación de la sociedad española con la inmigración es necesario que España acepte luchar contra su propia economía informal, aunque sólo sea para no quebrantar el derecho de gentes. También resulta evidente que este sector entra en profunda contradicción con el resto de la economía legal española y con el resto de las normas europeas: esta forma de empleo se asemeja a la competencia desleal.
5. La inmigración 'amenaza' con alterar la identidad de España. Toda sociedad tiende naturalmente a defender su identidad. Es legítimo. Pero hay que subrayar de entrada que una identidad cerrada no existe en ninguna parte, nunca ha existido y nunca existirá. Cuando la sociedad es muy rígida, siempre es contestada por una infinita variedad de desviaciones internas; cuando se repliega totalmente, se ve amenazada con perder su relación con la realidad: es el caso de las sectas. Dicho de otro modo, la permanencia de la identidad es exactamente lo opuesto al repliegue de la identidad: es la apertura necesaria a las aportaciones exteriores, aunque sólo sea para adaptarse a sí misma.
En el caso de la inmigración, es precisamente ella la que debe adaptarse a la sociedad. Al ser unos individuos aislados, los inmigrantes entran en contacto con una sociedad culturalmente estructurada, infinitamente más fuerte que ellos y que sienten que modificará su propia identidad cultural. La necesidad de aprender la lengua y la aceptación pasiva de las costumbres de la sociedad de acogida modifican su forma de pensar y su comportamiento. No tienen otra elección salvo adaptarse. Naturalmente, esta integración se articula en torno al modelo cultural y antropológico dominante en la sociedad de acogida. En el caso de las sociedades en las que las relaciones se rigen por pautas étnicas, como en Estados Unidos o en Gran Bretaña, esta adaptación reviste el aspecto de reagrupamientos comunitaristas que establecen las pertenencias según la diferenciación de origen. Uno puede ser descendiente de varias generaciones nacidas en Nueva York, pero sigue siendo 'de origen' chicano o italiano. En otros casos, más corrientes en Europa, donde la tradición universalista pretende, al menos formalmente, someter el origen a la igualdad ciudadana, esta integración se realiza, paradójicamente, de forma más dolorosa y al mismo tiempo más radical. La exigencia de asimilación es más fuerte, por lo tanto, más difícil de soportar para las primeras generaciones de emigrantes; el acceso a la igualdad es más rápido, por lo tanto, con más posibilidades de provocar una identificación más completa del emigrante con la sociedad de acogida. Pero, tanto en Estados Unidos como en Europa, la adaptación se produce siempre, aunque sea tras numerosas dificultades y tras varias generaciones. Sólo se logrará plenamente si es progresiva, sin violencia, respetuosa de las singularidades y basada en unas obligaciones sociales a las que correspondan unos derechos reales.
Para favorecer las migraciones del futuro, España puede, sin duda alguna, mirar hacia Latinoamérica, bajo el pretexto de que se trata de poblaciones que hablan el castellano y que son además (no se dice claramente, pero nadie se lleva a engaño) cristianas. Es una actitud ciega: porque la demanda migratoria proviene ante todo de África y del Magreb. Lo quiera o no, España recibirá a poblaciones del sur del Mediterráneo. Así pues, en vez de construir falsos muros, de proferir discursos xenófobos sobre la 'ausencia' de 'proximidad' cultural de las gentes del Sur, sería mejor que los responsables políticos miraran la realidad de frente.
Estas falsas ideas sobre la inmigración alimentan un círculo perverso: se justifica la marginalización de la víctima propiciatoria mediante la creación continua del chivo expiatorio. Es grave, porque rebajar demagógicamente el debate sobre el control de los flujos migratorios conduce siempre a un debilitamiento de la democracia

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